
¿Qué es y cómo nace? ¿Resulta exclusivo de nuestra especie? ¿Por qué es así de potente? ¿Lo sienten igual el hombre y la mujer? ¿Qué papel juega en la sexualidad? El prestigioso sexólogo Silberio Sáez nos revela en exclusiva las claves del erotismo humano. A la hora de definir el erotismo humano, las diferencias culturales, históricas y religiosas se entremezclan y dificultan un término común. Pero nuestra herencia antropológica tiene la clave: en el fondo, a todos nos atrae lo mismo.
El erotismo civilizado, que probablemente nos hace diferentes al resto de las especies, tiene su base en una revolución neurológica que ha incidido especialmente en la hembra humana. En el mundo animal, la gran mayoría de las mamíferas condiciona su capacidad receptiva de cópula a las exigencias reproductivas, y éstas aparecen limitadas al estro o periodo de celo. Fuera de éste, las posibilidades de que ocurra el acto sexual son casi inexistentes. En cambio, la mujer puede desligar su respuesta de los dictados hormonales, y por tanto la perspectiva de realizar el acto sexual, y sobre todo de desearlo y disfrutarlo, trasciende o tiene una relativa independencia de las probabilidades de que ese coito vaya a ser fértil o no.
Hormonas sin mando
Es cierto que en función del momento hormonal del ciclo femenino podemos encontrarnos con distintos tipos de deseo sexual. Así, por ejemplo, durante la fase ovulatoria el apetito erótico parece volverse más intenso en el sentido cuantitativo: la cantidad de deseo –libido– es más abundante que en las fases pre y postovulatoria. También, como ya apuntamos anteriormente, durante esta fase la mujer se muestra más atraída por los varones de mayor atractivo físico –cualidad que implica garantía de salud, fertilidad y calidad de la progenie–, que por aquellos con atributos como la valía personal o el carácter. Pero esta inclinación dura poco, y pierde terreno durante el resto del mes a medida que la atracción por la belleza se mezcla con otras cualidades de la pareja o del compañero potencial.
A pesar de estos matices –siempre discutibles, pues también es digno de tenerse en cuenta el porcentaje de mujeres que se sienten más receptivas en períodos hormonalmente menos favorables–, está fuera de toda duda que la conducta sexual, y muy especialmente la posibilidad del encuentro erótico, viene marcada en nuestra especie por las condiciones psicológicas y neurológicas. Las hormonas juegan un papel secundario. La evidencia más contundente de esto es la ausencia de celo en la hembra humana, lo que indica que su pulsión sexual es independiente del instinto procreador, o que al menos no está absolutamente condicionada por las posibilidades de fecundación. Un ejemplo fisiológico de esta revolución sexual humana es, en el caso femenino, la posibilidad de orgasmo asociado al clítoris, el cual no guarda ninguna relación con la determinación reproductiva de la eyaculación masculina. A pesar de las polémicas divisiones y discusiones entre orgasmo vaginal y orgasmo clitoriano –algo que daría para otro artículo entero– la existencia del segundo está fuera de toda duda. Es decir, es claro y evidente que la mujer consigue el orgasmo a través del clítoris, neurológicamente preparado para el placer, sin necesidad de la penetración en la vagina, una cavidad anatómicamente acondicionada para la reproducción. El clítoris, además, se encuentra en la vulva y en la zona externa. Por tanto el acceso a él, individualmente o en pareja, no guarda ninguna relación con ineludibles dictados de reproducción, cosa que no se puede decir del orgasmo masculino, que va acompañado siempre de eyaculación –emisión de semen–, y por tanto es potencialmente fecundante.
Falta de buen olfato
Este hecho de que la libido no dependa en última instancia de los vaivenes hormonales tiene importantes implicaciones en nuestro comportamiento sexual. Por ejemplo, en el ser humano los llamados estímulos olfativo hormonales apenas desempeñan un papel testimonial a la hora de incitar o encender la conducta erótica. Una posible excepción serían los androstenos –unos esteroides estrechamente emparentados con las hormonas sexuales masculinas–, que sí podrían tener cierta influencia en el deseo sexual humano aunque, como parecen indicar experimentos específicos, ésta sería imperceptible de modo consciente: cuando determinadas butacas de una sala de espera fueron ligeramente rociadas con androstenos, se pudo comprobar que las usuarias femeninas de la sala, tras breves vacilaciones, elegían de forma mayoritaria los asientos impregnados. Este tipo de comportamiento es mucho más marcado en las especies animales. De hecho, en el reino animal, las feromonas actúan como elixires químicos que condicionan el comportamiento reproductor. Es más, su emisión guarda relación directa con que la hembra esté o no en celo. En el hombre, la activación erótica tiene poco que ver con estos estímulos olfativos –las feromonas son captadas por el llamado órgano vomeronasal, una masa neuronal que se halla en la nariz–, que ceden el protagonismo a la atracción visual. Y es aquí donde el erotismo ancla su relevancia: al ser humano el sexo le entra por los ojos.
El tamaño no importa
Es sabido que, dentro del orden de los primates, los hombres tienen el pene más grande y las mujeres los pechos más voluminosos. Pero esta diferencia de tamaño no está al servicio de una mejora en la funcionalidad reproductiva: ni unos pechos generosos garantizan más lactancia ni un pene bien dotado está correlacionado con un mayor índice de fertilidad. Estas piezas anatómicas parecen más bien desempeñar una función de estímulo visual, y por tanto activador del deseo sexual humano. Y es con esta atracción con la que el erotismo juega y negocia. Aunque los estímulos a los que se da relevancia tienden a variar en las diferentes culturas del mundo, en todas ellas el tabú se genera por la idea de lo escondido, esto es, por el deseo de ver más. El erotismo muestra una parte para negar el todo. Esa parte y ese todo sí son absolutamente culturales, y de ahí también surge el concepto de pudor, que aparece cuando se muestra de forma abierta y sin decoro aquello que normalmente sólo debería intuirse. En este sentido, y más allá de los determinantes biológicos, queda fuera de toda duda que cuestiones como la religión o las costumbres tienen un peso determinante a la hora de definir conductas o regiones anatómicas a esconder, e igualmente cuando se trata de determinar cuáles y cómo pueden mostrarse
Libido a varios niveles
Aunque decirlo parezca una obviedad, nunca está de más recordar que el ser hombre o mujer determina de manera diferencial la forma de entender el erotismo como activador de la libido. Cuando los sexólogos hablamos de diferencias entre los sexos, partimos de dos enfoques: el dimórfico –dos formas– y el intersexual. El primero hace referencia a cuestiones claramente diferenciadas entre hombre y mujer, sin estados intermedios, salvo en el caso de situaciones patológicas. Un ejemplo de niveles sexuales dimórficos son los cromosomas sexuales –XX o XY–, las gónadas –testículos u ovarios–, y los genitales externos –pene o vulva–. A estos niveles se les ha llamado tradicionalmente caracteres sexuales primarios. Sin embargo, hay multitud de estratos sexuales que nunca podrían ser entendidos de este modo dimórfico, y entonces estamos dejando paso al nivel intersexual. Un buen ejemplo de ello es el vello corporal: no constituye, como en el caso de las gónadas o los genitales, dos formas diferentes. Exagerando un poco, podríamos decir que es impensable que las mujeres tuvieran, por ejemplo, un pelo multicolor y en espiral, y recto. Las células capilares y el vello como tal son exactamente iguales en hombres y mujeres; lo que varía de unos a otras es su cantidad, tamaño y distribución. Pues bien, el vello corporal es un ejemplo de los llamados caracteres sexuales secundarios que diferencian al hombre de la mujer, aún cuando no estemos hablando de dos estructuras separadas y diferenciadas. Es cierto que nos vamos a encontrar con excepciones frecuentes, esto es, con mujeres velludas y con hombres lampiños. Pero aún cuando hay siempre salvedades, el vello corporal, en un sentido amplio, diferencia, separa y distingue a los dos sexos. Lo mismo puede decirse de otros caracteres intersexuales, como pueden ser la estatura, la voz y la masa muscular. Las gónadas y los cromosomas por un lado, y la pilosidad y la estatura por otro, son cuestiones de orden biológico. ¿Pero qué pensarían si les dijésemos que al igual que existen diferencias intersexuales biológicas las hay también de tipo psicológico y social? Llegados a este punto, cabe la posibilidad de plantearse un tercer nivel de caracteres sexuales, al cual pertenecerían rasgos como la expresión de afecto, la demanda erótica, la vivencia de la paternidad- maternidad o la expresión de la agresividad, entre otros ejemplos. No abarcan, lógicamente, la totalidad de los individuos, sino más bien tendencias generales, que se repiten de forma más frecuente en hombres o en mujeres.
El erotismo nos dispara
Pero, más allá del género a que pertenezca cada uno, no pueden caber dudas sobre la importancia del erotismo como activador en uno y otro sexo. De hecho, según ha descubierto recientemente un equipo de investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, en Saint Louis (EE UU), los estímulos visuales eróticos suelen provocar una respuesta cerebral más rápida que otros estímulos visuales también gratificantes, pero de distinto tipo. El equipo llegó a esta conclusión tras estudiar la actividad de las ondas cerebrales de 264 mujeres mientras éstas contemplaban una serie de 55 imágenes que variaban de cataratas a perros ladrando, pasando por sensuales fotografías de parejas en diversas etapas del coito. Sus reacciones quedaron registradas mediante la aplicación de electrodos craneales que medían unos cambios en la actividad eléctrica del cerebro conocidos como ERP –siglas en inglés de Potencial Relacionado con Eventos–. Los ERP empiezan a dispararse en el cortex cerebral mucho antes de que la persona sea consciente de si lo que está viendo en una imagen le resulta agradable, desagradable o indiferente. En este caso, los resultados fueron determinantes: al llegar a las imágenes eróticas, el cerebro de las voluntarias producía los ERP en 160 milisegundos, un 20% más rápidamente que con el resto de los estímulos visuales, no importaba lo agradables o molestos que éstos fueran.
Intensidad femenina
Esta diferencia sugirió al equipo investigador que el procesamiento de imágenes eróticas en el cerebro podría correr a cargo de circuitos neurales diferenciados, y también que el cerebro femenino se mostraba más eróticamente activo de lo que muchos suponían: “Por lo general, la calificación subjetiva que los hombres dan al material de carácter erótico es mucho más alta que la de las mujeres”, declaró el investigador Audrey P, Anokhin. “Así que, basándonos en eso, lo normal habría sido esperar que en ellas se produjeran respuestas más bajas, pero no fue el caso: eran tan intensas como las de los hombres”. Anokhin añadió que esta alta intensidad de las respuestas podría sugerir que, posiblemente por razones evolutivas, nuestros cerebros están programados para responder de forma preferente al material erótico. Y sobre todo, podríamos añadir nosotros, al material erótico visual.
Un modelo equivocado
Existen, de todos modos, profundas diferencias entre hombres y mujeres dentro del campo de los caracteres sexuales terciarios. Una de las principales radicaría en la manera en que unos y otras solicitamos contacto sexual. La evolución de la mujer en las últimas décadas ha llevado a poner en cuestión la demanda erótica masculina explícita y evidente, por lo menos en un aspecto: como modelo a imitar por parte del sexo femenino de manera generalizable. En efecto, analizando el devenir histórico de las diversas corrientes feministas, vemos que un primer paso para muchas fue entender que la asunción del rol masculino, dominador socialmente también en lo erótico, les llevaría supuestamente a la buscada liberación. Era una etapa en la que las mujeres se vieron animadas –incluso cabría preguntarse si no, en cierto modo, obligadas– a actuar socialmente en el terreno erótico como se suponía que lo hacía el sexo opuesto: tomando la iniciativa, haciendo explícito el deseo, entendiendo la variedad de parejas como un síntoma de libertad personal y ausencia de represiones, formulando sus demandas de manera abierta, exhibiendo sus conquistas... Las claves de la expresión y conducta erótica de los hombres fueron trasladadas a las mujeres de manera automática. Es como si se pensase que, al no haber estado los hombres tan eróticamente coartados como las mujeres, la asunción de sus modos de conducirse y expresarse llevarían a éstas a una realidad de mayor libertad y menor represión. Sin embargo, no está claro que esta copia del modelo sexual masculino haya acabado resultando gratificante para la gran mayoría del sexo femenino. Es cierto que la doble moral del pasado, creada y dirigida por el varón, relegaba a la mujer a su inexistencia en el plano sexual; pero los intentos de funcionar sexualmente como los hombres tampoco acabaron resultando tan liberadores como se creyó en un principio. Hubo que desarrollar, por tanto, una tercera vía que permitía plantear la demanda erótica de una manera ni mejor ni peor, pero sí diferente. Y la clave estaba en llevarla a cabo desde lo implícito, y no siempre desde lo evidente. Por ejemplo, la seducción, los preliminares al coito y el despliegue de las estrategias necesarias para sentirse deseadas y deseantes, generar un clima, un contexto, el cortejo, las insinuaciones… se han acabado convirtiendo en modos de expresión erótica, aunque no se diga explícitamente.
Ellos son más directos
Y es en este terreno donde el erotismo, en tanto expresión que incita, va a ser relevante en la activación de la libido femenina, mucho más que en la masculina que, como hemos visto, acostumbra a estar más centrada en lo evidente y directo. Las evidencias de estas disimilitudes eróticas pueden encontrarse sin excesivas dificultades en el mercado, más allá del concepto de corrección política o los bienintencionados deseos de igualdad: de hecho, existe una clara diferencia entre la literatura erótica escrita por hombres y por mujeres. Del mismo modo, la pornografía es consumida por los varones, y cuando se ha intentado aliñar con guión o aumento de la calidad ha dejado de tener éxito. Y aquí lo relevante no es ser homo o heterosexual, sino hombre o mujer: en el mundo gay el porno tiene un éxito incontestable, algo que no sucede ni por asomo en el mundo lésbico. El erotismo es sexuado en todos los ámbitos: en el cine, en la literatura, en la expresión de fantasías… Es, por tanto, una equivocación hablar del mismo en el sentido unisex, pues se está perdiendo de vista uno de sus elementos definitorios: la distinta realidad entre hombre y mujer.
Una cuestión personal
Aunque, por último, convendría recordar que nada de esto debe tomarse al pie de la letra. La potencialidad de la sexualidad humana incluye matices biográficos irrepetibles que trascienden –podríamos decir que afortunadamente– cualquier tipo de generalización. Todos somos personas, pero tenemos diferente personalidad. Todos somos de un sexo, pero tenemos diferente sexualidad. Y en ella no sólo nos van a influir normativas sociales, políticas o cuestiones de moda y publicidad; también será determinante nuestra propia historia, nuestros éxitos y fracasos, experiencias, gustos peculiares e irrepetibles… Una cosa es estar influidos por el contexto y otra distinta que el contexto determine nuestra vida de forma absoluta. Por suerte, como cada uno de nosotros tiene su manera personal e intransferible de procesar, aceptar o canalizar los “dictados sociales” acerca de la sexualidad, ello produce una amplia variedad de resultados. Dicho de un modo más directo: lo que me gusta a mí y lo que le gusta a mi vecino no tiene por qué coincidir.
Elena Sanz-“Muy interesante”
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